martes, 18 de noviembre de 2014

Borrar el paisaje, de Cristina Falcón



Cristina Falcón Maldonado, Borrar el paisaje. Avinyonet del Penedès (Barcelona): Editorial Candaya, 2014. 125 pp.

 
    Este tercer poemario de Cristina Falcón gira en torno a la experiencia de la pérdida y constituye una exploración en el dolor y una intensa pelea con la memoria. El proceso de borrado del que habla el título tiene que ver precisamente con la posibilidad del olvido como salvación, según se lee en el último poema: “Escribo para salvarme / a sabiendas de lo inútil. // Ojalá me vuelva olvido” (125). Pero asistimos a la paradoja de que la escritura poética establece una forma de memoria, escribir es recordar, como también nos enseña continuamente el libro. En esa ambivalencia y precario equilibrio, se mueve la poesía intensa y dolorida de este libro.

   Cristina Falcón se sitúa en la línea fundamental de la poesía moderna y contemporánea con la práctica del poema breve (algunos de apenas un par de líneas), que precisamente por su brevedad gana en intensidad. Esta opción de la modernidad poética entiende la escritura como un borrado precisamente, y un camino hacia el silencio o el olvido. En este ir despojándose y desnudándose, desprendiéndose de lo superfluo, se va orillando también lo lírico y la idea de canto, quedando la poesía en pura sugerencia, al borde del desvanecimiento, en la proximidad de lo gnómico: “Hoy que se puede // celebremos que escampa / el aguacero de las ausencias” (115). Se pierde así una música exterior, pero se alcanza una música íntima, en la periferia de los sentidos.

    Conviene poner lo dicho a la par de la concepción de la poesía como hipótesis y reino de lo posible. Las seis partes de que se compone el poemario llevan por título una condicional truncada: “Si la vida”, “Si la muerte”, “Si morir”, “Si lo que queda”, “Si la nada” hasta llegar a la expresión pura de la posibilidad: “Si”, sección que cierra el volumen. Es inevitable que el proceso de despojamiento y de borrado se conjugue con una estética de la sugerencia absoluta y de lo posible total. Cuanto más eliminamos del poema, más se abre el campo del sentido hacia todas las posibilidades y más universo es capaz de albergar; extremo en que lo contemporáneo se encuentra, como no podía ser menos, con la antigua tradición de la mística.

sábado, 18 de octubre de 2014

Los márgenes del agua, de Idoia Arbillaga



    Idoia Arbillaga, Los márgenes del agua. Madrid: Tigres de papel, 2014. 85 pp.

    El segundo poemario de Idoia Arbillaga profundiza, estiliza y amplía las líneas temáticas y formales de su anterior entrega (Pecios sin nombre, Amargord, 2012). Los márgenes del agua supone una inmersión, no siempre fácil y desde luego nunca tranquilizadora, en un mundo poético que al tiempo que nos es familiar resulta altamente desconcertante y perturbador, y nos obliga a afinar nuestras coordenadas artísticas y vitales.

    Este libro, marítimo en su esencia imaginativa y simbólica, se declara en busca de los márgenes desde el título. A la metáfora del mar como escritura, heredada de la tradición, se le añade la sorpresa de una ambigüedad gramatical (lo esperado serían “las márgenes” aplicado al agua) que abre el libro, antes incluso de ser materialmente abierto, a múltiples sugerencias que implican una escritura de la frontera, al margen, una escritura sobre lo que el mar arroja. Y el juego con el género gramatical / sexual no es inocente, como ocurría en el poemario anterior.

    En cualquier caso, la travesía no nos llevará por un mar sereno o clásico, sino por aguas revueltas y que lo revuelven todo. La fuerza de las imágenes nos conduce al lado más salvaje del surrealismo. Basta encarar el primer texto para encontrar afirmaciones como estas: “La lepra en el sentimiento, que lo descompone, como un alacrán corrupto que se nutre del hueso. La navaja-almendra, dulce pero afilada, también fue suya. Va rasgando mi bolso de mimbre y su inocencia” (15), donde reconocemos el eco verbal del plano inicial de Un perro andaluz y la estética de lo podrido que practicaron allí Dalí y Buñuel, aparte de las resonancias sexuales o la implicación de vida y muerte en un solo acto, que aquí se atisba, como la yuxtaposición de dos formas de ausencia. El mismo recuerdo del film surrealista aparece más claro páginas adelante: “Cristales y presencias rasgan la córnea del buey, que se anega de un cuarzo líquido, luminoso” (39).

    Estamos en el mundo de los Cantos de Maldoror, a los que se homenajea explícitamente en el poema “El palacio del placer oscuro” (30-31), al que sigue un eslogan rimbaldino renormalizado “Je suis un autre” (32). El poemario se sumerge así en la poética que da origen a la irracionalidad moderna y posmoderna, con el añadido del malditismo marca Baudelaire. Abundan los animales que pinchan o hieren: alacranes, cangrejos, mantis, situados por lo habitual en paisajes desolados, como los de Chirico, algunos de Dalí o Max Ernst, inquietantes, yermos, pétreos, obsesivamente compuestos por materiales corrosivos pero también blanqueadores como la sal y la cal (paronomásicos), probablemente con funciones metapoéticas: lo que da blancura y claridad también destruye.

domingo, 14 de septiembre de 2014

Antología Olcades: Pilar Blanco

Estatua de sal

No quería
mirar atrás, interrogar su espalda,
considerar sus lindes,
el peso de sus hombros,
su constancia de esclavo.
No quería
contar años inútiles
que trazaban su red sin que los trenes
cruzaran más sobre sus vías muertas.
Por si el ábaco se desmemoriaba
y la locura de las cifras locas
vencía su nostalgia en equilibrio.

Por quizás. Aunque nunca
querer o no querer
tuvo mucha importancia.

              (De Alas los labios)


sábado, 12 de julio de 2014

Trabajos de purificación, de Miguel Ángel Curiel

 
La colección "Olcades poesía" acaba de lanzar el nuevo libro de Miguel Ángel Curiel, Trabajos de purificación, lleno del "misterio, la fascinación por lo que presenta perfiles imprecisos o dudosos, como una paradójica certeza que ata a la vida y es su fuerza motriz por encima de la obviedad ofensiva de lo real", en palabras de Rafael Escobar, que firma un intenso prólogo.

Con Trabajos de purificación el poeta se adentra un paso más en la senda de intensificación por un lado y de desprendimiento por otro que va trazando desde hace unos años, en una marcha ineludible hacia lo esencial de la palabra poética como reflejo de la elementalidad de la materia y la vida, los átomos del existir. En este libro se sirve Curiel mayoritariamente de la prosa poética, una prosa cargada de momentos irracionalistas, como nos tiene acostumbrados, en busca de un sentido nuevo para las experiencias vividas y una manera radical de compartirlas con el lector. Una actitud interrogante, admirada o tensamente serena ante los detalles de una existencia en la que se nos invita a sumegirnos por encima del desgaste de la vida, pues “en el vértice hay mucho amor, mucha luz, mucha esperanza”. Las visiones de las que se alimenta el poeta, brillantes e íntimas, nos sacan más limpios de un libro que juega de manera única con lo sensorial y lo reflexivo y los enrama para atraparnos en un universo nunca antes habitado.

Os dejo con uno de los poemas más impresionantes del libro:

PANTANO

Nada mi vieja mujer en el pantano. Se adentra hacia el centro y saluda. De la hora que pueda estar en el agua esta vieja nadadora he hablado toda mi vida. En las fotografías siempre está de espaldas. Ahora firmo en el mármol que es como firmar en la nada.

viernes, 20 de junio de 2014

Luis de Góngora y la poesía de circunstancias

El Romanticismo se llevó por delante, entre otras muchas cosas, toda una rama, frondosa hasta entonces, del árbol de la poesía. Me refiero a la llamada "poesía de circunstancias", marbete que a partir de entonces se ha convertido en sinónimo de lírica ínfima, falta de arte y pelotilleo en verso.

Por más que se repita aquí y allá el aserto de Goethe de que toda poesía lo es de circunstancias, la realidad es que esta sigue ocupando un lugar poco respetable en el Parnaso contemporáneo. El modelo de poesía que instaura el Romanticismo y en el que, quieras que no, todavía nos movemos ("¿Quién que es no es romántico?", preguntaba Darío) privilegia un tipo de lírica intimista, subjetiva, personal, que se ocupa de los grandes misterios de la existencia: el amor, la muerte, los límites. Una poesía, en resumen, trascendental. Ni siquiera las vanguardias con sus diversos intentos de desmitificar estas actitudes y abogar por un arte como puro juego fueron capaces de acabar con el poso romántico que pesa en el espíritu de poetas y lectores.

Pero no toda poesía de circunstancias era mala. De hecho, si agrupáramos todas las memeces, cursilerías y paparruchas a que ha dado nacimiento el concepto romántico de poesía el montón superaría con mucho al de la mala poesía de circunstancias. Esta, cuando era manejada por genios del tamaño de Góngora, no dejaba nada que desear en comparación con sus composiciones más "personales" (concepto con el que hay que gastar cuidado si  hablamos de antes del XIX).

Este tipo de poesía, en sus manifestaciones más acertadas, aparte de ser un prodigio de arte y de construcción idomática, se convierte en realidad en una reivindicación de la propia labor del poeta, pues lo que queda claro al final es que la poesía es el único medio para ganar la inmortalidad, es la donadora del único más allá posible, la guardiana de la memoria. En esta dinámica el poeta acaba situándose por encima del personaje alabado, pues este será recordado solamente por la pericia de aquel, y de él depende su proyección hacia el futuro. Esto ocurre con un emblemático soneto de Góngora fechado en 1593, cuyo comentario extenso podéis leer aquí.

                                A DON CRISTÓBAL DE MORA

                               Árbol de cuyos ramos fortunados
                               las nobles moras son quinas reales,
                               teñidas en la sangre de leales
                               capitanes, no amantes desdichados;

                               en los campos del Tajo más dorados
                               y que más privilegian sus cristales,
                               a par de las sublimes palmas sales,
                               y más que los laureles levantados.

                               Gusano, de tus hojas me alimentes,
                               pajarillo, sosténganme tus ramas,
                               y ampáreme tu sombra, peregrino.

                               Hilaré tu memoria entre las gentes,
                               cantaré enmudeciendo ajenas famas,
                               y votaré a tu templo mi camino

La pregunta sobre la sinceridad del poeta (que nos inquieta siempre en estos casos) es improcedente. En un tiempo en que dependían de nobles mecenas para su sustento o su ascensión social, los autores ponían su oficio al servicio de estos fines, y lo hacían lo mejor que sabían y podían. Eran sinceros con el arte, y eso nos basta. Desde luego, no hay mayor elogio de la poesía que el poema que acabamos de leer, aunque nominalmente la alabanza vaya dirigida a otra persona. La prueba definitiva: nada sabríamos hoy del paso por el mundo de un tal Cristóbal de Mora de no ser por los perfectos versos de Góngora. Shakespeare lo dejó también muy claro en el celebérrimo soneto 18:

                       ¿Te voy a comparar con un día de verano?
                       Tú eres más bella y templada,
                        pues vientos rudos agitan los tiernos brotes de mayo
                        y el plazo del verano se cumple demasiado pronto.

                        Algunas veces el ojo del cielo brilla con demasiado ardor,
                        y a menudo su apariencia de oro se atenuó;
                        y todo lo bello alguna vez declina de su belleza
                        por descuido del azar o del cambiante curso de la naturaleza;

                        pero tu eterno verano no se marchitará,
                        ni perderá la posesión de la belleza que ahora tienes,
                        ni podrá preciarse la muerte de que vagas en su sombra
                        mientras en eternos versos vas creciendo en el Tiempo.

                        En tanto que los hombres respiren y los ojos vean
                        vivirá este poema y te dará vida a ti.

Al romántico y becqueriano: "mientras exista una mujer hermosa, / ¡habrá poesía!", Góngora y Shakespeare oponen su "mientras exista poesía habrá mujeres y hombres hermosos". Cada cual que elija.

sábado, 14 de junio de 2014

Manuel Álvarez Ortega: evidencia de la muerte

Su desaparición no llegará a la primera página de los periódicos, no sé siquiera si ocupará un pequeño espacio en la sección de cultura. En el momento en que escribo esto ningún medio digital da muestras de haberse enterado del deceso. Manuel Álvarez Ortega (Córdoba 1923-Madrid 2014) quedará enterrado en el olvido de una sociedad que definitivamente ha dado por prescindible lo necesario para vivir con dignidad.

Su poesía nos contempla todavía, ahora más, desarmados ante el enigma de la muerte y regresan, insidiosas, las preguntas que han llenado sus versos.


                              EVIDENCIA DE LA MUERTE

                           DE los muertos que el día glorifica
                           con su lluvia, ¿quién ha visto alzarse
                           alguna vez la queja de sus huesos?
                           Ahí están, reunidos en un pequeño coro
                           de llanto solitario, creando su oficio
                           sobre un reino que nunca se conoce.
                           A veces de la tierra sube un clamor
                           como un humo que llena el horizonte.
                           Conocemos su fría pulsación por la rama
                           que su carne sostiene. Pero ¿quién se siente
                           tan suyo que entregara un día de su vida
                           a la costumbre de su sueño subterráneo?

                           Hay un temblor oculto en todo lo que toca
                           su recuerdo, sus turbias cabelleras
                           se nos tienden como hilos de sombra,
                           nos rodean de innecesarios lamentos,
                           se sientan a nuestro lado y nos hacen beber
                           un licor amargo y tenebroso, un vino
                           hecho de flores de papel y hojas secas
                           y cintas con borrosas inscripciones.

                           No son frutos de ningún jardín extraño
                           bajo la luna, florecen en la miseria
                           de nuestra carne, sin apenas contacto,
                           los llevamos dentro, queremos olvidarlos,
                           cedemos parte de nuestra propia materia
                           en las aguas tibias de sus manantiales.
                           Pero ¿quién sabría defenderse de su sangre
                           hereditaria cuando cada gota de su vida
                           es el germen que nos nutre y nos entrega
                           a la negra aventura de su abrazo?

                                                         (De Tiempo en el sur, 1955)