sábado, 14 de junio de 2014

Manuel Álvarez Ortega: evidencia de la muerte

Su desaparición no llegará a la primera página de los periódicos, no sé siquiera si ocupará un pequeño espacio en la sección de cultura. En el momento en que escribo esto ningún medio digital da muestras de haberse enterado del deceso. Manuel Álvarez Ortega (Córdoba 1923-Madrid 2014) quedará enterrado en el olvido de una sociedad que definitivamente ha dado por prescindible lo necesario para vivir con dignidad.

Su poesía nos contempla todavía, ahora más, desarmados ante el enigma de la muerte y regresan, insidiosas, las preguntas que han llenado sus versos.


                              EVIDENCIA DE LA MUERTE

                           DE los muertos que el día glorifica
                           con su lluvia, ¿quién ha visto alzarse
                           alguna vez la queja de sus huesos?
                           Ahí están, reunidos en un pequeño coro
                           de llanto solitario, creando su oficio
                           sobre un reino que nunca se conoce.
                           A veces de la tierra sube un clamor
                           como un humo que llena el horizonte.
                           Conocemos su fría pulsación por la rama
                           que su carne sostiene. Pero ¿quién se siente
                           tan suyo que entregara un día de su vida
                           a la costumbre de su sueño subterráneo?

                           Hay un temblor oculto en todo lo que toca
                           su recuerdo, sus turbias cabelleras
                           se nos tienden como hilos de sombra,
                           nos rodean de innecesarios lamentos,
                           se sientan a nuestro lado y nos hacen beber
                           un licor amargo y tenebroso, un vino
                           hecho de flores de papel y hojas secas
                           y cintas con borrosas inscripciones.

                           No son frutos de ningún jardín extraño
                           bajo la luna, florecen en la miseria
                           de nuestra carne, sin apenas contacto,
                           los llevamos dentro, queremos olvidarlos,
                           cedemos parte de nuestra propia materia
                           en las aguas tibias de sus manantiales.
                           Pero ¿quién sabría defenderse de su sangre
                           hereditaria cuando cada gota de su vida
                           es el germen que nos nutre y nos entrega
                           a la negra aventura de su abrazo?

                                                         (De Tiempo en el sur, 1955)



Este impresionante poema es una buena muestra de la poesía de Álvarez Ortega. El tema de la muerte es central en su obra, regada toda ella por una corriente metafísica, pero tratado sin angustias ni aspavientos. La enunciación serena, el tono reposado, el verso largo que acompaña y se desliza por una sintaxis también alargada otorgan al poema esa forma de profunda meditación que transmite al lector la sensación de que le hablan desde muy cerca y desde muy hondo. Es una poesía que se escucha desde dentro.

Su música es íntima y aunque no abunda en sonoridades evidentes, como sus compañeros de generación cordobeses (me refiero al grupo Cántico), sin embargo Álvarez Ortega maneja el lenguaje para dar forma a una melodía como de adagio, una sonoridad menor pero eficaz: "sobre un reino que nunca se conoce"; "la costumbre de su sueño subterráneo" (hermosa perífrasis).

Entre sus influencias se cuentan, como es evidente aquí, el gran Romanticismo europeo, y el Simbolismo y el Surrealismo franceses (movimientos de los que ha sido editor, antólogo y traductor). Con estos y otros aportes ha sabido crear un estilo personal, difícil de definir (y de alcanzar), pues ha sido capaz de resolver la mezcla de tan complejas estéticas en una sencillez que para el lector es pura naturalidad.

Las imágenes más llamativas, de raigambre vanguardista: "Conocemos su fría pulsación por la rama / que su carne sostiene", "sus turbias cabelleras / se nos tienden como hilos de sombras", tienen en el fondo una lógica ineludible, como ese vino de la muerte "hecho de flores de papel y hojas secas / y cintas con borrosas inscripciones".

El poema es, además, un prodigio de composición. Lo que nos puede parecer a primera vista una serie más o menos conexa de meditaciones sobre los muertos se articula en realidad en torno a las dos preguntas contrapuestas que cierran la estrofa primera y la última respectivamente, de arranque paralelo: "Pero ¿quién...". Son preguntas retóricas. La primera nos sitúa ante el rechazo de la muerte: respetamos a los difuntos pero no nos cambiaríamos ni un segundo por ellos. La última nos deja la evidencia (de ahí el título) de que los muertos forman parte de nosotros no solo en la memoria sino también en la sustancia de que está hecha la vida, heredamos también su muerte, la nuestra; en otra reveladora perífrasis: "la negra aventura de su abrazo".

El ambiente inquietante del poema deriva no tanto de la atmósfera fúnebre cuanto de esta tensión que crea la evidencia de la muerte entre la ajenidad de los muertos "otros" y nuestra ineludible identificación con ellos. El espacio poético se abre como el lugar de un encuentro al que nos negamos a asistir; un lugar en realidad imposible, pues es "un reino que nunca se conoce".

Sirvan estas apresuradas líneas de homenaje al poeta en uno de sus poemas como invitación a explorar el todavía poco conocido reino fascinado de sus versos.

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