jueves, 5 de junio de 2014

Papel de aguas, de José Ángel García


Papel de aguas. Ciudad Real: Almud, 2014 (Biblioteca Añil Literaria), 79 pp.


Reciente tenemos la última entrega poética de José Ángel García, Ámbitos (2013), en lujosa edición de Segundo Santos, con acuarelas de Miguel Ángel Moset, cómplice de muchas otras andanzas líricas del autor. Ámbitos bebe en realidad del poemario que ahora nos ocupa, así que podemos decir con toda justicia, que el poemario inmediatamente anterior a este data de 2008, o mejor dicho los poemarios, pues en ese año ven simultáneamente la luz Plan de vuelo, la apuesta más atrevida hasta ahora de un poeta que tiende al atrevimiento en todas sus entregas, e Itinerarios.

Con todo, la línea de continuidad que nos lleva hasta Papel de aguas no pasa por estos títulos últimos sino por uno anterior, Sólo pájaros en vuelo, de 2004, con el que este libro de hoy comparte muchas afinidades y alguna notable diferencia. No es que José Ángel García vuelva a la senda de un camino ya tomado, es que los azares editoriales han trastocado el orden cronológico y este poemario pertenece, como reconoce el autor, a aquella época y estética.

En Los rostros de Medusa escribí sobre Sólo pájaros en vuelo algo como lo que sigue (disculpen la autocita, aunque parafraseo): el libro tiene un fondo metafísico, explícito; el verso se adelgaza en una tendencia hacia la estética del silencio y de lo esencial poético. Esta disposición gráfica sugiere, a mi modo de ver, que el espacio que no se llena de escritura es el espacio de la zozobra y de la indagación. Todo ello sigue siendo válido de Papel de aguas, pero añadía yo entonces alguna cosa que ya no procede aquí, principalmente porque, por desgracia, no contamos con la contrapartida plástica de los poemas. En Sólo pájaros la naturaleza indagatoria de la propuesta hacía que el texto buscara su complemento necesario en la ilustración: “Se pasa de un referente verbal a uno pictórico por una lógica intrínseca del libro: la de la búsqueda del sentido” (escribía yo).

Para compensar esta ausencia, el poemario actual gana en intensidad y, por qué no, en ensimismamiento al no tener la salida hacia lo plástico. Digamos que mira hacia el interior, y aunque a primera vista nos puede parecer un libro con bastantes exteriores, creo que se trata en definitiva de paisajes íntimos, propios del fondo de simbolismo que respira en el poemario; Simbolismo, hay que puntualizar, en el sentido de más alcurnia del término: el del movimiento poético que inició la modernidad lírica allá por finales del siglo XIX.

Empezaré por indicar lo que esta vuelta al Simbolismo aporta a la forma, pues fue, en efecto, este movimiento francés el que adelgazó el verso (el pesado alejandrino clásico) para ganar en sugerencia, ligereza y musicalidad (me viene a la mente la célebre “Canción de otoño” de Verlaine), y en esa estela se sitúa nuestro poeta, al que se le asoma por ahí en una ocasión la sombra de un arlequín muy verlainiano (p. 51). Desde luego esta influencia está en la forma del poemario, pero no solo ella. Afluyen aquí, igualmente, el minimalismo oriental, con cierta aproximación al haiku; las aportaciones del letrismo (sin caer en sus excesos), parte del creacionismo español, o algunas disposiciones versales de William Carlos Williams o e. e. cummings. Se trata, en cualquier caso, de jugar con un ritmo visual, que se acompasa con el ritmo verbal y elude el ritmo métrico, aunque no lo anula, pues no faltan los endecasílabos canónicos camuflados bajo esta apariencia, como muetra el poema “Silencio” que acaba con un endecasílabo perfecto y aliterativo: “la tenue transparencia del silencio”. Es una poesía para ver o mejor dicho para leer viendo, pues una lectura en voz alta sin el texto delante deja escapar algo de su sentido, o abre un sentido distinto.

Esta peculiar decantación del verso se acompasa con el ritmo del pensamiento poético y del contenido lírico, pues se diría que un impulso fáustico recorre el libro, un intento de detener el precioso instante cuyo sentido se le escurre al poeta de letra en letra, y de sonido en sonido. Como la gota de agua en los cristales, el poema va dejando un rastro de significaciones en su descenso. Vista así, pues, la forma del poema es el contrapunto exacto de la indagación de José Ángel sobre la fugacidad del instante. La cita inicial, tomada del último Juan Ramón, el de Dios deseado y deseante, nos encamina hacia ese anhelo de absoluto. Quizá el ejemplo más espectacular de lo que digo es el poema titulado “Entreacto” (pp. 30-32), donde queda clara la inflación de un instante en una sola y sostenida oración sintáctica que se expande y se contrae y hace durar la puntualidad hiriente. El titulo teatral nos recuerda que esta disposición en la página es, en definitiva, una puesta en escena que no constituye, en ningún caso, una tragedia o nos transmite angustia alguna, a pesar del tema; más bien estamos ante una contemplación absorta de lo que escapa, o mejor, una interrogación sobre la huida y la permanencia. De ahí que se insista en los poemas en títulos como “Estampas”, “Apuntes”, “Anotación” o “Bocetos”: el lector se va a encontrar, en efecto, con una serie de instantáneas o destellos de un minimalismo meticuloso.

No hay tragedia, ya digo; tampoco cierto espíritu burlón propio de buena parte de la poesía de José Ángel García. No falta, sin embargo, algún toque de comedia, como esa “huella / que / el giro de tu tacón / marcó en el cemento fresco” (p. 61), que cierra un poema cuyo inicio es de una gran intensidad lírica. O nos llega el lejano eco de coplilla popular, propiciado por las asonancias: “bajo / la caricia de / esta lluvia / que / es / todas las lluvias / es / también / la / calle / todas las calles / que / el / agua / arrulla” (p. 18). A la tendencia hacia la concentración, la sugerencia y la desnudez se le opone, en un juego agónico al que nunca se ha negado el autor, un movimiento contrastante que parte de un contenido fuertemente barroco, lo que crea la tensión interna que necesita todo libro de José Ángel, como marca propia de la casa.

Dentro de las variedades del barroco domina aquí, sin duda, un conceptismo un tanto abstracto, como el que apreciamos cuando “el momento” (verdadero protagonista poemático) se juega a cara o cruz su propio ser en las hojas de los chopos como monedas (p. 17). Encontramos sutiles pero sorprendentes paronomasias: “con / capturar / tu / esencia / - necia - / sueña” (p. 40); “triste destino / el / de / este / nada puedo / que / tan / extraviado / anda” (p. 58). El gusto por lo ingenioso, que vemos en “Testimonio” (p. 71), deriva a veces hacia la greguería trascendental: “toda historia de amor / es / un / perfume / de / ausencias” (p. 24). Papel de aguas está trufado de paradojas muy del gusto barroco: el poema “Premisa” (p. 56), o el precisamente titulado “Paradoja” (p. 59), pero quería destacar sobre todo el paradójico poema final, simbólicamente titulado “Telón”, con su “cierto sendero de la duda” (p. 77). Con él cae también el telón del poemario y nos devuelve a una interpretación, cómo no, barroca: el verso, como la vida, ha sido solo una comedia, una disposición verbal en un escenario en fuga.

Y es que la vuelta de tuerca metapoética no podía faltar en un poemario de nuestro autor, y menos en este que (por seguir con la metáfora inicial y acuática) mira al verbo deslizándose por el vidrio mojado del instante. Lo metaliterario queda patente y logrado en “Artimaña” (p. 55), pero hay otros poemas que en principio no parecen volverse sobre sí mismos y sin embargo, podemos interpretarlos como reflejándose. Me refiero a “Captura” (pp. 37-40), compuesto por tres perspectivas o enfoques de una sola realidad, tres asedios a un solo instante, que se traducen en el “asedio” a una muchacha, con una metáfora erótico-militar muy siglodorista.

Presente está también en el libro esa otra cara del barroco más preciosista, gongorina por así decirlo, como muestra el fragmento II de “Tránsito” (pp. 35-36), o la acumulación incesante de adjetivos.

No quiero acabar sin hacer mención del título y del enorme acierto del poeta a la hora de bautizar a sus criaturas líricas, que creo no había comentado nunca. Siguiendo su estilo personal, José Ángel García titula para dar sentidos renovados e inauditos a las palabras. Papel de aguas mira por una parte a la materialidad del libro en cuanto técnica de encuadernación, pero apunta a la vez en la dirección de un interior textual que es “papel mojado”, en el mejor sentido de la expresión: conciencia de la fragilidad del lenguaje cuando entra en contacto con la realidad, escaso y escurridizo material, que le sirve de soporte.

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